Mostrando entradas con la etiqueta Felipe González. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Felipe González. Mostrar todas las entradas

DISCURSO de INVESTIDURA de FELIPE GONZÁLEZ (1982)

La cita era el 30 de noviembre de 1982. Un mes antes, Felipe González había ganado las elecciones generales con unos resultados que, treinta años después, no se han podido igualar. Tras la victoria obtenida por el PSOE en las elecciones del 28 de octubre de 1982, en las que Felipe González obtuvo el 48,11% de los sufragios y 202 diputados [primera mayoría absoluta en nuestra democracia], fue elegido presidente del Gobierno y encabezó un gobierno con Alfonso Guerra de vicepresidente. 

Este logro supuso que, por primera vez desde las elecciones generales de 1936, un partido de izquierdas formase gobierno. Además y según la lectura de no pocos historiadores, el inicio de la II Legislatura de Felipe González culminó nuestra transición democrática. Posteriormente, ganaría las elecciones generales de 19861989 y 1993 y tras perder por la mínima las de 1996 se retiraría de la primera línea política. Mientras que en 1986 Felipe González logró mantener la mayoría absoluta con 184 diputados, en 1989 se quedó a un diputado de lograrla [con 175 escaños] y en 1993, con 159 escaños, volvió a ganar las elecciones al obtener 18 escaños más que el Partido Popular.

Durante más de trece años de mandato, Felipe González siguió una línea política moderada y pragmática, más cercana a posiciones de centro-izquierda que a las tradiciones propiamente socialistas, si bien fue fiel a su electorado de izquierdas en aspectos como la profundización de la democracia y las libertades, la construcción de infraestructuras o la financiación de gastos sociales mediante el aumento de la presión fiscal sobre las rentas más altas. No obstante, avaló una política económica ortodoxa, centrada en la modernización del aparato productivo y la lucha contra la inflación, lo cual le obligó a decisiones impopulares, como la reconversión industrial, el recorte de las pensiones o la flexibilización del mercado de trabajo, provocando con ello un enfrentamiento con los sindicatos (incluida UGT) que se saldó con dos huelgas generales contra el gobierno [1988 y 1994]. En política exterior, impulsó un alineamiento con los países occidentales aliados de Estados Unidos, cambiando su postura con respecto al ingreso de España en la OTAN, al que se opuso en 1981. Una vez en el gobierno, Felipe González defendió la permanencia en la Alianza Atlántica, convocando al efecto un referéndum [favorable] en 1986. Entre sus éxitos hay que anotar el ingreso de España en la Comunidad Europea [1985], en cuyo seno adquirió un protagonismo destacado merced a nuestro entusiasmo europeísta. En relación con este logro encontramos dos de los aspectos más brillantes del gobierno socialista: la modernización económica [que permitió superar la crisis de los 60s] y la adquisición de un mayor protagonismo internacional [en Europa e Iberoamérica].



Señor Presidente, señoras y señores Diputados:

Al disponerme a solicitar la investidura de acuerdo con lo dispuesto en el artículo noventa y nueve de la Constitución, quiero, ante todo, transmitir a la Cámara y a los ciudadanos que representamos, la convicción de que este acto no es un simple trámite. Al contrario. Estamos viviendo una jornada histórica y decisiva para nuestro futuro. Histórica, porque hoy comienza el cambio; decisiva, porque desde los primeros pasos por el nuevo camino empezamos ya a ir configurando su trazado.

Lo proclamo con la satisfacción de haber sido uno más de los que han luchado por este día. Pero también con la humildad debida, porque ha sido el pueblo español, libre y pacíficamente, quien ha instaurado el cambio, y nosotros no somos más que los encargados de desempeñar la honrosa tarea de impulsarlo.

Para constatar lo que afirmo, basta contemplar esta Cámara y comparar su composición con la de hace pocas semanas. Nuestro pueblo ha querido otras Cámaras, otras leyes, otros modos, otros contenidos de gobierno. Y lo ha querido con tal sabiduría y tan clara conciencia cívica, que nuestro primer deber, el de todos nosotros, consiste en interpretar con acierto esa voluntad popular. El pueblo ha votado el cambio y nuestra obligación es realizarlo. Un cambio hacia adelante. Un cambio sintonizado con el futuro. Un cambio hacia una España que progrese en paz y libertad.

Para conseguirlo, los ciudadanos han elegido, el veintiocho de octubre, unas Cámaras con una mayoría fuerte —es decir, con un Gobierno sólido— y con otras fuerzas políticas vigorosa. Yo me felicito de esos aciertos, porque creo en la eficacia del diálogo y la participación, lo que supone necesariamente interlocutores capaces. Porque es más fácil la generosidad y la lealtad desde posiciones de fortaleza que desde la debilidad, que necesita recurrir con frecuencia a las armas oblicuas de la astucia.

Por eso espero que nuestras naturales discrepancias se manifiesten siempre en esta Cámara con la claridad y comprensión que por mi parte ofrezco desde ahora sin reservas. Todos tenemos que pensar en el presente y en el futuro de España, aunque sea de distinta manera. Hacer compatibles esas maneras diversas y conjugarlas al servicio del interés común es lo que nos exigen los ciudadanos con su rotunda votación.

Por obra de ese mandato, y no sólo por un trámite establecido, es por lo que solicito de la Cámara mi investidura como Presidente de Gobierno. ¿Y para qué? Naturalmente, para gobernar. Esto es obvio, pero importa afirmarlo sin acritud; con la conciencia clara de que en el pasado muchos ciudadanos han tenido con frecuencia la sensación de no estar gobernados. Porque gobernar no significa solamente estar atento a las curvas del camino; gobernar es guiarse al mismo tiempo por el perfil del horizonte. Tener bien claro un rumbo a largo plazo, una perspectiva que otorgue pleno sentido a los afanes cotidianos. Gobernar es aferrarse con ilusión y esperanza a ese rumbo, a sabiendas de las dificultades iniciales, a sabiendas de que, aunque no se alcance plenamente el horizonte, debe bastarnos la humilde seguridad de que cada paso correcto nos acerca a la meta de una España mejor para todos.

Nuestro horizonte como socialistas, con la responsabilidad de gobernar para todos los españoles, es profundizar constantemente en las libertades de las personas y de los pueblos de España. Ahora bien, como las polémicas recientes y el oscurantismo interesado de tiempos pasados pueden confundir a muchos, debo reafirmar que este horizonte pertenece a la vez al futuro y al pasado. Es la reencarnación actual de valores de siempre, porque el proyecto viene a revitalizar la solidaridad humana, debilitada por el individualismo, por el egoísmo corporativo y por la agresividad competitiva de grupos sociales muy concretos. Nuestro sentido del cambio se proyecta hacia el futuro y se apoya en los valores más permanentes del hombre, rechazando la concepción atomizada de la sociedad.

Nos proponemos gobernar sobre la base de tres principios, que debo proclamar categóricamente:

La paz social, es decir, la seguridad ciudadana como garantía de desarrollo de las libertades, que es un concepto más noble y amplio que el de orden público reducido a la tranquilidad en las calles. Paz y seguridad en todos los ámbitos: en el trabajo, en el ocio, en la creación, en la interdependencia de nuestra vida en común, en las relaciones internacionales.

La unidad nacional, que se fortalece con la diversidad de nuestros pueblos, con las preferencias de los grupos, con las singularidades propias de este rico y variado mundo que llamamos España. No sólo no excluye esas diferencias, sino que, al contrario, la unidad se vigoriza gracias a la autenticidad con que son vividas por sus portadores humanos. Unidad, por tanto, en el sentido creador de estimularnos y potenciarnos unos a otros, precisamente porque somos diferentes; nunca en la interpretación negativa de antagonismos o luchas destructoras.

El progreso, como un instrumento al servicio de la justicia, como un concepto que va más allá del mero desarrollo económico, que incluye el incremento de la riqueza nacional, pero que atiende a las necesidades vitales de los seres humanos, a su profundo afán de comprensión, de dignidad, de igualdad. Por  ello, nos obliga a luchar contra las diferencias que privilegian a ciertos grupos y marginan lacerantemente a otros.

Estas bases nos permitirán reforzar la presencia de España en el mundo, no con la vana pretensión de un protagonismo internacional exagerado, porque tenemos sentido de la medida al situar a nuestro país en la escala de las potencias mundiales. Pero tenemos también conciencia de nuestras aportaciones en el pasado y de nuestra capacidad de presente y de futuro; y esperamos que unas y otras nos permitan alcanzar en la vida internacional el nivel de nuestra auténtica dignidad. Se puede ser digno con poco, como se puede ser indigno con mucho, y de esto último no quiero mencionar ejemplos de quienes aprovechan su fuerza para someter o explotar.

Paz, unidad y progreso: ése es el perfil del horizonte, de nuestro rumbo permanente.

Debo ahora referirme a las curvas del camino, a la situación inmediata y a nuestros propósitos. Aludiré sólo a sus principales rasgos porque, recentísimas como son las elecciones generales y dada la difusión de nuestro programa, ampliamente respaldado, parece innecesario fatigar a la Cámara repitiendo detalles de todos conocidos y que pueden ser objeto de ulterior debate.

Pero quiero anticipar que es nuestra intención informar a los españoles en las próximas semanas sobre la situación que hemos recibido, y en particular en la presentación de los presupuestos. Asimismo, les iremos dando cuenta en el futuro de cuanto les atañe, sincera y claramente, para que la esperanza se base en la verdad y no en datos deformados o insuficientes, ni en promesas quiméricas.

Cuatro son las áreas de problemas en las que agrupo los aspectos detallados en nuestro programa electoral, que es, naturalmente, la base del programa de Gobierno, porque sólo cumpliendo aquél responderemos fielmente al voto mayoritario expresado por los españoles. Enumeraré así esas cuatro áreas para que pueda seguirse más fácilmente mi exposición:

Primera, la lucha contra la crisis económica y el paro.

Segunda, el avance hacia una sociedad más libre y más igualitaria.

Tercera, la reforma progresiva de la Administración del Estado, en cumplimiento del artículo ciento tres de la Constitución y del contenido del título octavo, que exige una nueva distribución del poder en el ámbito de las Comunidades Autónomas y de los Entes Locales.

Cuarta, la proyección hacia el exterior, digna y eficazmente, de la realidad de España.

Estas cuatro áreas, como bien saben sus señorías, están estrechamente ligadas entre sí y sólo a efectos de exposición podemos separarlas. Así, la reforma de la Administración tiene un claro sentido instrumental al servicio tanto de los objetivos sociales que nos proponemos cuanto de la construcción del Estado de las Autonomías; y el avance en las primeras áreas mencionadas fortalece nuestra posición en el exterior, sirviéndose al mismo tiempo de una política internacional eficaz.

Antes de entrar en los problemas de la crisis económica, permítanme que recuerde, con todos los presentes, la grave situación por la que atraviesan amplias zonas de España, golpeadas por la catástrofe de las inundaciones, a las que debemos prestar una atención justa y urgente.

No deseo que se interprete la referencia inicial a los temas económicos como una creencia en su primacía, porque lo que nos preocupa, ante todo, es el hombre, entendiendo los bienes materiales como instrumentos a su servicio y no como objetivos finales. Nos importa afianzar una sociedad de ciudadanos libres, mejorando su bienestar y haciendo posible una generación de españoles regidos por la ética y por la solidaridad y no por un sistema de controles rigurosos. Sin embargo, a los hombres los limitan y preocupan hoy, muy inmediatamente, los problemas económicos, porque el marco histórico en que vivimos está dominado por una crisis de marcada intensidad y extensión.

Esa crisis general, junto con nuestra deficiente estructura económica, legada del pasado, nos enfrenta hoy con cuatro desequilibrios fundamentales: el paro, que alcanza a dos millones de personas, que constituye el dieciséis por ciento de la población activa, nivel que se sitúa siete puntos por encima de la media registrada en la OCDE; la inflación, con un suelo del catorce o quince por ciento, que no se ha conseguido rebajar en los últimos tres años, mientras caía en los países desarrollados y se ampliaba sucesivamente nuestra diferencia con ellos en dos, cuatro y seis puntos; el déficit de la balanza de pagos, que, aunque algo reducido en la balanza corriente, se refuerza con una mala evolución de la balanza de capitales y determina globalmente pérdida de reservas, y el déficit de las administraciones públicas, del orden de un billón de pesetas en mil novecientos ochenta y dos, es decir, equivalente a un cinco por ciento del producto interior bruto, y que viene presentando hasta ahora un rápido ritmo de crecimiento que amenaza con ponerlo fuera de control.

Ante estos cuatro retos del presente, se impone una primera realidad: la de que el margen de maniobra para la política económica es reducido en el plazo inmediato, y sólo se amplía hacia el futuro. Por consiguiente, y con la decisión de utilizar al máximo ese margen en la dirección que marca nuestro programa, la confianza en la soluciones posibles se apoya fundamentalmente en tareas y reformas que emprenderemos desde ahora, pero cuyos frutos sólo se recogerán a más largo plazo. Esta es la realidad, puesto que la crisis económica internacional —que contrasta con la expansión de los años sesenta— no desaparecerá del horizonte tan pronto como habían venido anunciando algunas voces, que ignoraban la profundidad de los desequilibrios que nos han atenazado.

Entre los desequilibrios mencionados, sin duda, el más doloroso, desde un punto de vista humano, es el del paro. No intentemos disfrazar su crudeza con el término menos agresivo de «desempleo». Nuestro deber es vivir el paro como el drama de cada hombre o mujer que desea trabajar sin conseguirlo, vivirlo como una serie interminable de días de frustración y de desesperanza. Porque no se trata sólo de un problema económico, que se podría aliviar sustancialmente con un subsidio. El paro ataca a las raíces más profundas del ser humano: socava la energía moral y la confianza, debilita el espíritu de participación ciudadana, lleva a cuestionar la solidaridad social; no podemos resignarnos a que el joven aprendiz o el universitario repitan lo que está en trance de convertirse en una frase hecha: la de que están «estudiando para el paro», porque eso les lleva a la desilusión, al rechazo del sistema y a la rebeldía; como tampoco podemos aceptar que hombres y mujeres maduros y responsables sientan herida su dignidad por el despido, como si no fueran capaces de trabajar para atender las necesidades de los suyos, como si no tuvieran nada que ofrecer para contribuir con su esfuerzo al progreso de todos.

El paro es un castigo moral inmerecido, además del castigo material que impone la penuria a quienes lo sufren. Y el hecho de que sea una plaga prácticamente mundial —agravada en España en comparación con los países desarrollados— no nos dispensa de combatirlo tenazmente.

En esa lucha prioritaria emplearemos todos los instrumentos disponibles, todos los esfuerzos, desde la inversión creadora de empleo hasta la modificación y reducción de los horarios, desde los reajustes de técnicas y de sectores hasta apoyos públicos a contratos para los sectores que encuentran más dificultad para acceder a un empleo; desde la ayuda a la readaptación de los trabajadores a nuevas tareas hasta la aplicación de estos medios en el campo de la empresa privada como en el sector público, en la agricultura como en la industria, la construcción o los servicios; en el de la educación para nuevas profesiones como en el de la exportación a mercados extranjeros. No perderemos la menor oportunidad para crear trabajo. Cuando sea inevitable, sectorial o temporalmente el paro, pondremos en juego la solidaridad de todos para no colocar en una situación de desamparo y de miseria insostenible a quienes se vean reducidos a ello; de la misma manera que combatiremos el fraude laboral, con todas sus formas de picaresca, que degradan a quienes se ven implicados en ellas, ya sean trabajadores o empresarios. Esa picaresca, como el fraude fiscal, la evasión de capitales y otras formas de delitos relacionados con la actividad económica, serán perseguidos con el rigor a que obliga la ley y con la dureza que merecen las actitudes punibles de egoísmo insolidario.

Las acciones que se requieren no pueden ser obra solamente del Gobierno, sino que exigen un cambio en la actitud de toda la colectividad. Nadie piense tampoco que el paro va a reducirse entregando la tarea de solucionarlo solamente a los mecanismos automáticos del mercado. Estos automatismos nos llevarían más bien a un enorme aumento de la desigualdad social, a la descomposición social de un egoísta «sálvese quien pueda». Por eso he querido subrayar la gravedad del drama humano que constituye el paro y por eso convoco a todos los que sientan este problema a la imaginación y al esfuerzo en torno a una decidida política, cuyo objetivo se cifra —como consta en nuestro programa— en la creación de ochocientos mil empleos netos en cuatro años. No ignoro que este objetivo de empleo ha sido tachado de ambicioso por nuestros críticos, pero debe recordarse que el Acuerdo Nacional de Empleo para mil novecientos ochenta y dos se propuso la creación de trescientos cincuenta mil empleos en un año, que compensasen una destrucción equivalente, y fue considerado como un método realista de afrontar el problema del paro. Consideramos, pues, posible invertir la tendencia anterior, frenando primero el crecimiento de la tasa de paro y reduciéndola luego, en años sucesivos, hasta niveles próximos a los de los países desarrollados de la OCDE.

El segundo desequilibrio grave que nos afecta es el de la inflación, que algunos prefieren considerar en primer lugar. Por nuestra parte, sabemos que este problema y el del paro se entrelazan; dentro de la interdependencia general de las disfunciones económicas, conocemos también las dañosas repercusiones de la inflación sobre los propósitos de ahorro, las iniciativas de inversión, sobre la balanza de pagos, sobre el valor de la moneda. Ahora bien, desde nuestra perspectiva la inflación es, para expresarlo con palabras sencillas, el problema de quienes ven decaer el poder adquisitivo de sus recursos monetarios, mientras que el drama del paro empieza por no poder siquiera obtener esos recursos.

Dicho esto, es claro que la inflación reclama una política tan decidida y enérgica como la lucha contra el paro, combatiéndola con el debido empleo de la política monetaria, así como con todos los restantes instrumentos disponibles, y entre ellos, muy principalmente, mediante acuerdos responsables entre las fuerzas sociales, que han demostrado ser indispensables. Nuestro objetivo para el año próximo es reducir en tres puntos la tasa de inflación respecto a la de mil novecientos ochenta y dos, y con este fin actuaremos también decididamente para frenar el crecimiento del déficit público, hacer una política monetaria ajustada rigurosamente y propiciar los acuerdos sociales necesarios, según se especifica en nuestro programa.

Nos proponemos un objetivo de crecimiento del producto interior bruto del orden del dos coma cinco por ciento para mil novecientos ochenta y tres, sin sobrepasar una inflación en el entorno del doce por ciento. La expansión de las disponibilidades líquidas se ajustará en el año próximo a una cifra alrededor del trece por ciento, para permitir, con la evolución prevista de otros factores de liquidez, la consecución de los objetivos anteriores. Ello supondrá un notable esfuerzo para la economía española, en un contexto internacional desfavorable, pues las previsiones para mil novecientos ochenta y tres, recientemente realizadas por la OCDE para los países de nuestra área, prevén un crecimiento cero y un crecimiento del paro en el próximo año, y sólo en años posteriores podremos aprovechar impulsos internacionales positivos, gracias a la probable estabilidad de los precios reales del petróleo, a la consecución de éxitos en la lucha contra la inflación y a una política financiera de las grandes potencias menos egoísta y más responsable que la que actualmente contemplamos.

Ahora bien, como en el caso del paro, también en la lucha contra la inflación es indispensable la participación de todos los ciudadanos en el sentido de aceptar la necesidad de un mayor esfuerzo de ahorro y de inversiones y de refrenar toda tentación hacia una carrera irresponsable de expansión del consumo, que no estaría adaptada a las presentes circunstancias de la economía española y de la mundial.

Por su parte, la balanza de pagos, como resultante de la actividad nacional y de sus intercambios con el exterior, constituye, sin duda, el frente de acción más condicionado por el marco circundante. De un lado, porque su déficit depende en buena parte de desarrollos exteriores de los mercados mundiales que escapan a nuestro control; de otro, porque la corrección a fondo de sus problemas subyacentes depende de evoluciones internas que requieren un largo plazo. Sería excesivo detallar aquí estos factores, y, por otra parte, la corrección de otros desequilibrios —mayor ahorro interno, éxito contra la inflación, aumento de la competitividad por reducción de costos, expansión monetaria ajustada, etc.— incidirá favorablemente, reduciendo el déficit exterior.

Otro desequilibrio fundamental es el del déficit del sector público, cuyo crecimiento aspiramos primero a frenar, y en años sucesivos a reducir, al tiempo que reestructuramos el gasto público; queremos inclinarlo más en el sentido de la inversión y de las transferencias constructivas. Afortunadamente, disponemos de más palancas de control en nuestras manos para abordar este problema que en el caso anterior, sobre todo si una actitud general de austeridad, de trabajo y de rendimiento reduce la inaceptable costumbre de paliar por la vía de las subvenciones u otras ayudas públicas los problemas que no se han sabido o no se ha tenido voluntad política de atacar en sus causas profundas. En cualquier caso, la actitud de ampliar el déficit público con negligencia, financiándolo de manera inflacionista, lejos de ser una panacea que resuelva los problemas, es una grave irresponsabilidad que golpea a los sectores más débiles a través de la inflación, por consiguiente, se debe preferir de modo más riguroso y correcto la financiación, a través de los ingresos públicos claramente planeados, de los gastos considerados socialmente necesarios o convenientes.

Por otro lado, los desajustes y disfunciones acumulados en el sector público ofrecen, sin duda, un campo muy amplio para actuar con rigor, con el fin de conseguir el máximo rendimiento de los caudales que aporta al Estado el pueblo entero. Queremos acometer inmediatamente las reformas institucionales necesarias para mejorar el rendimiento de la Administración en todos sus aspectos y para conseguir que el control del gasto no sea meramente formal, sino capaz de comprobar que se aprovechan eficazmente los recursos puestos a disposición del Estado.

Sobre este objetivo —el de potenciar la eficacia administrativa como instrumento al servicio del pueblo— volveré antes de concluir, porque es ahí donde podemos y debemos ejercer la mayor presión reformadora, con el fin de que el sector público sirva de ejemplo en cuanto a austeridad, correcta actuación y eficacia. Presión que tiene la obligación paralela de ejercerse contra el fraude fiscal, que es una de las expresiones más dañinas y lamentables de la insolidaridad de unos españoles respecto a otros y de la irresponsabilidad de quienes se niegan a asumir la parte que les toca del sacrificio colectivo.

Para exponer con profundidad nuestras ideas sobre todo ello, nos brindará la ocasión oportuna el debate, sobre los Presupuestos Generales del Estado para mil novecientos ochenta y tres. Cabe anticipar que la perspectiva con que contemplamos el gasto público hará de este cambio una de las armas más eficaces para combatir la injusticia, al tiempo que promoverá el progreso económico. No debe interpretarse esta última afirmación como una orientación intervencionista que menosprecie la iniciativa privada o exagere la confianza en las potencialidades del sector público. Concebimos el sector público mucho más como un estímulo para el conjunto que como elemento suplantador de iniciativas sociales, además de como un procedimiento de asignación de recursos de la máxima importancia por sus funciones redistribuidoras, indispensables para corregir las desigualdades subsistentes en nuestro país.

Desigualdades contra las que vamos a seguir luchando los socialistas donde quiera que se presenten, ya sea en los ámbitos de la educación, de la cultura, en el ejercicio del trabajo profesional o en las lacerantes situaciones de sectores marginados y menospreciados. A este respecto, el sector público, además de una palanca básica para estimular y apoyar iniciativas prioritarias, tiene la posibilidad de ofrecer una gama de servicios sociales que son hoy irrenunciables en todos los países avanzados.

Ello no contradice el que en un sistema económico como el español sea el sector privado el que en medida decisiva determine el volumen de los bienes y servicios producidos, de la inversión y del empleo, y así lo hemos declarado expresamente en nuestro programa electoral. Por ello, nuestra política económica estimulará, tanto como pueda, todas las iniciativas creadoras, con facilidades adicionales para aquellas empresas de dimensión modesta, que por ello encuentran más dificultades para ser atendidas por los intermediarios financieros o para exportar a los mercados exteriores.

Podría parecer indicado ahora, concluidas las anteriores definiciones sobre el enfoque con que vamos a abordar los problemas básicos, descender a particularidades sectoriales muy variadas, desde los problemas concretos de un cierto número de empresas en crisis hasta la profunda reconversión exigida por los sectores industriales golpeados por la crisis; desde las dificultades con que se encuentra el sector de la pesca hasta los males tradicionales de una agricultura que, junto a problemas meramente técnicos, plantea los sociales de hacer frente a bolsas de paro dramáticas, y clama por una política capaz de hacer habitable con dignidad extensas áreas rurales de nuestro país. Habría que enumerar el esfuerzo para intensificar el ahorro de energía, practicando una política realista de precios y preparando nuestras industrias para competir con potentes empresas de los países de nuestro entorno; la consecución de un sistema financiero más eficaz y capaz de atender flexiblemente a las necesidades de crédito a medio y largo plazo de nuestra economía; habría que hablar de cómo se dota al país de una infraestructura suficiente en viviendas, obras públicas, transportes y comunicaciones; pero estos y otros muchos aspectos parciales no añadirían nada a lo ya conocido de nuestro programa y alargarían mi exposición excesivamente, por lo que es preferible dejarlos para el debate posterior, en el que, sin duda, se pueden plantear las cuestiones concretas que interesen a la Cámara.

Por eso me limitaré a precisar que nuestro proyecto político inmediato se inserta en una perspectiva temporal más dilatada en el tratamiento de los problemas fundamentales. Porque debe estar claro para todos que ni la salida definitiva de la crisis ni una mejora sustancial en la eficacia de nuestro aparato productivo o en el cambio de los comportamientos económicos pueden obtenerse con rapidez, sino que exigen, por el contrario, una continuada persistencia en el progreso hacia los objetivos definidos.

La articulación de las medidas económicas, a lo largo del tiempo y entre sí, tiene una importancia grande para reforzar su eficacia, gracias a una cronología calculada, y para conseguir una evolución armónica que reduzca al mínimo las perturbaciones inherentes a toda reforma. Con el establecimiento de un proceso de planificación acordado, no impuesto, que hemos previsto en el programa presentado ante el país, se fijará la evolución posible y deseable de los grandes objetivos macroeconómicos que muestren la manera de superar nuestros problemas actuales. De ese modo se reducirán incertidumbres empresariales, se facilitará la toma de decisiones públicas y privadas y se aumentará la coherencia entre ellas. Esa planificación debe permitir ensamblar el conjunto de la política económica del Gobierno, aumentando la garantía de conseguir los resultados pretendidos.

Nos encontramos, en suma, con un panorama económico ciertamente difícil. Pero también es cierto que afrontaremos los problemas con el respaldo definitivo de la mayoría política de que disponemos y que quizá no tiene parangón histórico en nuestro país por su significado y amplitud.

No hay caminos fáciles hacia la solución de nuestros problemas. No hay sino el esfuerzo, el trabajo, la necesidad de actitudes responsables, de la tenacidad. Pero las soluciones existen y pueden alcanzarse por la acción conjunta de la mayoría de un pueblo, en apoyo de una política económica razonablemente concebida y bien instrumentada, de una política que sea capaz de acelerar nuestro avance hacia una modernidad, con la doble vertiente de la justicia social y del bienestar material, que nos ha venido siendo negada en nuestra historia reciente.

Por lo que respecta al vasto campo de la política social —segundo de los temas mencionados—, no necesito indicar, después de mis palabras introductorias, que es en él donde buscamos principalmente los resultados derivados de la acción en las otras áreas. Nuestra preocupación es el pueblo y nuestro objetivo es conseguir que el crecimiento económico sea de todos y para todos, porque de lo contrario sería injusto apelar a la solidaridad, que constantemente estamos demandando como condición para el resurgimiento.

Por eso la mejora de la gestión de la Seguridad Social en general y los distintos tipos de prestaciones serán objeto de una consideración adecuada, según lo previsto por nuestro programa electoral. Muy concretamente, el mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones será garantizado mediante una ley de revalorización automática de las mismas. Se crearán también mecanismos institucionales y no solamente económicos para el establecimiento de un marco democrático de relaciones laborales y se tenderá al mantenimiento del poder adquisitivo de las rentas salariales.

Se contribuirá así a reducir las tensiones de toda negociación, y el trabajador y la empresa podrán plantear sus problemas y adoptar sus previsiones más racionalmente.

Antes de pasar a otros aspectos de este sector quiero insistir en la  consideración de tres grupos humanos merecedores de un trato especial: los jóvenes, que serán apoyados mediante programas de empleo juvenil, contratos de relevo y otras medidas; la llamada «tercera edad», con una cartilla sanitaria especial de servicios geriátricos adecuados, entre otras ventajas, y la mujer, cuya persistente discriminación debe ser cada vez más corregida por razones de justicia.

Como he dicho en diversas ocasiones, la dignidad de una nación se mide por el trato que otorga a los sectores sociales marginados, como minusválidos, presos, personas sin ingreso alguno, grupos étnicos separados secularmente, como los gitanos, etcétera. Pese a la dificultad de la situación económica ya descrita, iremos sentando las bases para integrarlos en la sociedad.

La política sanitaria estará basada en la promoción de la salud, la prevención individual y colectiva, la atención primaria la asistencia eficiente y la reinserción social del enfermo.

De todos modos, los aspectos sanitarios atienden a una situación de enfermedad que con frecuencia sufre previamente la incidencia del género de vida. La vivienda, el medio ambiente, la educación o el lugar de residencia, entre otros muchos factores, repercuten sobre la salud, además de figurar entre las necesidades básicas cuya atención resulta indispensable.

En lo que respecta a la vivienda, la política prevista supone la creación de una infraestructura suficiente, capaz de generar las condiciones necesarias para la actividad constructora, junto con mejores formas de financiación de compra, así como la promoción pública para alquiler. Sin embargo, en este campo como en otros, quisiéramos llevar al terreno de los hechos la aplicación de nuevas ideas y la reducción de costes, mediante planeamientos y diseños adecuados, que muchas veces son ya conocidos por los técnicos, pero cuya aplicación se ve retrasada por los intereses especulativos, desde las condiciones jurídicas de la propiedad del suelo hasta las defectuosas regulaciones urbanísticas. Introducir las modificaciones precisas para eliminar trabas a la política de la vivienda será un aspecto importante de la reforma administrativa.

El medio ambiente es un componente vital de la existencia humana y su degradación irresponsable no sólo se traduce en perturbaciones sanitarias o psíquicas, sino que, al ser afectado por agresiones destructoras, reduce la calidad de la vida.

La creciente protesta de los ecologistas, perceptible en todas partes, especialmente en los países industrializados, responde a esa sensibilidad humana hacia su entorno y evidencia la necesidad de adoptar medidas como las que hemos visto en nuestro Programa.
De todas maneras, el enfoque y solución de los problemas del bienestar tienen que empezar en cada uno de nosotros, mediante el enriquecimiento de las posibilidades individuales por la vía de la educación y de la cultura. Más que en las compensaciones económicas e incluso en los servicios sociales colectivos, es en este campo formativo donde se encuentra la clave del progreso social.

La educación aumenta la igualdad de oportunidades, al fomentar las capacidades individuales y, por tanto, el desempeño de tareas más idóneas. Además, el ejercicio de la libertad ciudadana sólo se alcanza plenamente con una educación que nos instruya sobre nuestros derechos y sobre los medios de reclamarlos; al mismo tiempo que nos inspira el respeto hacia los derechos ajenos. Por otra parte, la riqueza cultural aumenta el gozo que pueda suministrar el disfrute de servicios públicos de este tipo o incluso del ambiente mismo. Y sobre todo, sin propósito de agotar el tema, recordaré tan sólo que el progreso social es obra humana, que son los hombres los que hacen la historia.

Todo ello explica el hecho de que la educación y la cultura sean piezas claves de nuestra labor de Gobierno, a fin de conseguir la «Democracia avanzada», propugnada en nuestra Constitución.

Para ello, el texto constituyente establece derechos tales como la libertad de expresión, la superación de las discriminaciones socioeconómicas o la igualdad de oportunidades ante la cultura, como instrumentos decisivos para el pleno desarrollo de la personalidad.

Dicho más brevemente, la transformación de España y su progreso exigen una extraordinaria acción educativa y cultural, porque el retraso en ese campo sigue siendo considerable. Desarrollar el sistema educativo español para cubrir esas deficiencias es un claro mandato de la Constitución.

Importa notar que las deficiencias no son sólo cuantitativas, sino cualitativas. La afición en el pasado a estadísticas que medían el progreso en este campo por la multiplicación de centros, de puestos escolares o indicadores análogos, ha de complementarse con un examen más atento de la realidad considerando los métodos educativos, los programas, la participación de padres y profesores y, sobre todo, el contenido mismo y las orientaciones de la educación.

Por otro lado, no se trata sólo de incrementar y mejorar en general, sino también de contribuir una vez más a la equidad y a la justicia. Persisten en España profundas diferencias entre clases y sectores en cuanto a los niveles educativos avanzados y, lo que es más penoso, esas diferencias se transmiten de padres a hijos. Estudios realizados entre nosotros permiten afirmar que los hijos de cuadros superiores han tenido veintiocho veces más oportunidades de llegar a la Universidad que los hijos de trabajadores modestos. Nuestra política educativa tenderá, como en todos los países democráticos, a nivelar las oportunidades.

Dentro de la educación es imperativo sacar a la Universidad de la crisis y postración en que se encuentra actualmente, rehabilitándola ante sí misma y ante la sociedad, porque de ella emana el vigor y la autenticidad educativas hacia los escalones precedentes de la enseñanza. La gran mayoría de la comunidad universitaria desea realizar ese esfuerzo de moralización y reclama hace tiempo un marco institucional que se lo permita. Con ese fin, el Gobierno presentará un nuevo proyecto de Ley de Autonomía Universitaria, en un plazo prudente, para dar a la Universidad una real autonomía de gestión, función y gobierno.

Por otro lado, se corregirán las discriminaciones geográficas y culturales, contrarias al acceso a la Universidad, mediante becas y programas especiales, así como por medio de fórmulas nuevas en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Relacionada con la Universidad se encuentra una dirección tan decisiva para el progreso como la política científica y de investigación. No es posible seguir manteniendo por más tiempo un estancamiento científico y técnico que frena el progreso económico y el desarrollo humano. Es preciso insertar la investigación en la sociedad española, impulsando una ciencia al servicio del hombre y de la calidad de la vida, para caminar hacia un modelo de desarrollo distinto.

Por ello se incrementará sustancialmente el presupuesto para investigación, concentrándolo en inversiones estratégicas. No basta, sin embargo, el mero aumento del gasto, sino que es preciso encauzarlo mediante una seria reforma institucional, asegurando una coordinación que evite duplicar esfuerzos, elaborando un presupuesto único y suprimiendo las trabas burocráticas contra la capacidad creadora.

Me he extendido en los aspectos educativos porque en ellos está la clave a largo plazo del futuro de España. La educación constituye, como ninguna otra actividad, la garantía del progreso de los hombres mismos, que es el objetivo central de nuestros afanes al que se someten todas las demás líneas de acción política. Pero la educación no es en sí misma más que una parte de la cultura, a cuyo servicio, conservación y perfeccionamiento se encuentra. La cultura encarna nuestra concepción del mundo, nuestra escala de valores y nuestro sentido de la vida, y, si bien en los terrenos de la investigación y de la ciencia hemos de lamentar haber retrocedido respecto a nuestro puesto relativo del pasado; en cambio, nuestra cultura ha logrado mantener, pese a negligencias y tergiversaciones, unos valores humanos tan altos como los que pueden ofrecer otros ámbitos culturales en el mundo. Esto es verdad especialmente en las manifestaciones más profundas de la vida popular, que el arte o la literatura han sabido recoger y que hemos de preservar como las raíces mismas de nuestra personalidad y como la fuente de donde brotan los impulsos más nobles y enérgicos para la creación artística y literaria. En esa misma dirección, el proceso autonómico ayudará a sostener y fomentar las diversidades culturales que enriquecen con su variedad nuestro escenario vital.

Desde ese punto de vista es importante reaccionar positivamente contra los efectos colonizadores derivados del proceso tecnológico de los medios de difusión cultural. El adelanto logrado por otros países tiende a imponer sus costumbres, sus vocabularios y sus valoraciones entre los pueblos donde se ha debilitado la producción propia. Eso se hace más evidente aún cuando los medios técnicos salvan fácilmente las fronteras por su propia naturaleza y el caso de la radio y la televisión lo pone de manifiesto con elocuencia.

Innecesario es añadir que los demás medios serán objeto de la misma atención, como el cine o el teatro, la difusión impresa, las manifestaciones plásticas, la actividad musical y, en general, todas las formas en que se plasma la personalidad de un pueblo y en que puede cada uno experimentar el goce artístico.

Al mismo tiempo, el deporte y la educación física complementarán debidamente esa realización personal, lograda mediante el acceso de todos a la cultura, porque al facilitar ese acceso estamos multiplicando las fuentes de satisfacción personal, al mismo tiempo que creando ciudadanos responsables y más capaces de participar en la construcción de un futuro esperanzador.

En el amplio espectro que abarca el análisis de los problemas de la sociedad ocupa un lugar, que he destacado desde el comienzo de mi intervención, la seguridad como garantía de la libertad.

El Gobierno cumplirá y hará cumplir la Ley. No permitiremos ninguna actuación al margen de la Constitución, y los que piensen que pueden violentarla encontrarán una respuesta rigurosa por nuestra parte.

Estamos convencidos de que nuestra Constitución permite a todos los ciudadanos pacíficos ejercer sus derechos individuales o colectivos, expresar sus ideas con libertad. No hay, pues, explicación alguna para las actitudes violentas.

Desde el llamamiento a todos, grupos parlamentarios y ciudadanos, para que contribuyan a mejorar la seguridad ciudadana y la convivencia en paz, queremos asegurarles que ni el terror, ni el chantaje, ni los intentos involucionistas, desviarán la decisión del Gobierno de cumplir la Constitución. El veintiocho de octubre ha supuesto la más importante derrota moral para los que desean suplantar por la fuerza la voluntad de los ciudadanos.

Ese objetivo nos llevará a dedicarnos muy especialmente a la mejora profesional de los Cuerpos de Seguridad para incrementar su eficacia y ampliar su vinculación a las aspiraciones y expectativas de todo el pueblo. Con estos medios humanos, que han demostrado ya su espíritu de sacrificio y afán de superación, lucharemos contra la violencia para asentar de modo inconmovible la paz y la tranquilidad. Somos muy conscientes de que con ese clima sería más fácil resolver los demás problemas de la vida nacional.

Por eso apelaremos con vigor a la necesaria cooperación internacional en la tarea de erradicar el terrorismo. La seguridad ciudadana y la libertad requieren no sólo disponer de unas fuerzas adecuadas contra la violencia desestabilizadora, sino, además, una organización de la Justicia a la altura de su misión, una organización que, una vez más, coloca a los miembros de esa Administración que, en su inmensa mayoría, son capaces de desempeñar sus funciones con celo y competencia, en una situación de frustración por la estructura en la que están insertos, así como por la falta de medios, que son las causas fundamentales de las deficiencias actuales. Nos proponemos introducir las reformas precesales y de todo tipo para agilizar la maquinaria judicial, evitando innecesarias e injustas acumulaciones en las cárceles, mejorando la situación de los internos y garantizando a los ciudadanos una satisfactoria Administración de Justicia, que implique la gratuidad de las tasas judiciales como un elemento más de igualdad social.

En esta línea, y para concluir con este tema, se inserta nuestra decisión de establecer cuanto antes la figura constitucional del Defensor del Pueblo, cuya actuación se ha retrasado hasta ahora, y que para nosotros es el complemento indispensable de la Justicia, al poner al alcance del ciudadano unos cauces más inmediatos para hacer oír sus agravios y para elevarlos a los centros de gestión donde puedan estudiarse y darles solución.

Pero no es sólo la Justicia, sino toda la Administración la que requiere serias reformas, y con ello abordo la tercera área de grandes temas: el de las reformas para librar a la Administración de trabas heredadas, de procedimientos anticuados y de corruptelas intolerables, a fin de que se convierta en eficaz ejemplo de servicio. Ya en otro pasaje de esta exposición he insistido en la trascendental importancia de una maquinaria administrativa capaz de ser la columna central del sector público.

La competencia profesional, el espíritu de servicio y la ética han de erigirse, por todos los medios, en los principios inspiradores de los organismos públicos. Solamente con un instrumento que responda a los propósitos y a los fines del Gobierno llegarán a ser realidad nuestros proyectos de austeridad, de rentabilidad del gasto público y de eficacia en la promoción de las actividades nacionales.

Ligados a los proyectos legales que desarrollan la mejora de la Función Pública se encuentra una ya prevista Ley de Reforma del Gasto Público. Anticipándonos a ello, nos proponemos congelar en el presupuesto ciertas partidas de gastos, especialmente de algunas compras y transferencias, exigiendo a todos los Entes públicos una justificación rigurosa al solicitar créditos extraordinarios para sus necesidades. Las Oficinas Presupuestarias de cada Ministerio serán potenciadas para cumplir eficazmente su misión, en colaboración con los Servicios Centrales de Hacienda. La austeridad y el rigor en el empleo de los caudales públicos será así un criterio tajantemente exigido.

Las reformas de la Administración no se circunscriben sólo a las ramas fiscales o financieras, sino que han de alcanzar a todas ellas. Estamos firmemente persuadidos de que parte de los defectos que hoy pueden parecer humanos no se deben a fallos personales, sino a la desmoralización producida en el funcionario al verse forzado a actuar en un sistema defectuoso. La gran mayoría de los empleados públicos prefiere, sin duda, formar parte de un sistema que realce su propia dignidad y que merezca la más alta estimación de nuestro pueblo.

La necesaria moralización de la Función Pública tendrá su primera expresión en un inmediato proyecto de Ley de Incompatibilidades, que, por vía ejemplificadora, concretará sus primeros criterios sobre Diputados, Senadores y Altos Cargos de la Administración.

Esa labor de reforma y saneamiento, imprescindible para alcanzar todos los demás objetivos, ha de articularse con la culminación del proceso autonómico, al aprobarse cuanto antes los Estatutos de las cuatro Comunidades Autónomas pendientes. En este aspecto, cuya regulación tiene por objeto vitalizar la pluralidad dentro de la unidad integradora, afirmo nuestro compromiso de alcanzar el máximo constitucional en las competencias fijadas por los respectivos Estatutos.

Con los Acuerdos autonómicos, y una vez aprobados los Estatutos pendientes, habremos puesto las bases para que el proceso autonómico se produzca de modo ordenado, objetivo y solidario.

Queda, no obstante, una gran tarea pendiente: no basta con transferir competencias, funcionarios y recursos; durante el próximo período legislativo hará falta, sobre todo, culminar la construcción del Estado de las Autonomías, a través principalmente del desarrollo legislativo del artículo ciento cuarenta y nueve, uno, de la Constitución.

Entramos así en una especie de segunda fase del proceso autonómico, en la cual el positivo desarrollo de cada autonomía ha de conciliarse con la construcción del Estado de todos. En este sentido resultarán decisivas leyes tales como las Bases del Estatuto de la Función Pública, la Ley del Procedimiento Administrativo Común, las Bases del Régimen Presupuestario, Financiero y Contable, las Bases de la Contratación Administrativa, la Legislación de Responsabilidades de las Administraciones y de sus Autoridades, Funcionarios y Agentes, la Legislación sobre el Dominio Público y
Patrimonio...

Estas leyes tiene unidad sistemática. Su conjunto va a definir el nuevo modelo de Administración Pública y todas ellas deberían responder a una misma lógica e impulso. Son, además, leyes «constitucionales» o de aquellas que sirvan para enmarcar el juego de los Partidos en lugar de ser el fruto del mismo. Por ello deberían ser en lo posible leyes producidas por el acuerdo más amplio posible entre las fuerzas parlamentarias.

En este sentido, el Gobierno propondrá a todas las fuerzas políticas parlamentarias la elaboración de un amplio acuerdo institucional sobre los puntos clave o ejes vertebradotes de aquel conjunto de leyes. El texto de estos acuerdos y el de los votos particulares a los mismos servirá de base para la elaboración de los correspondientes proyectos o proposiciones de ley y de sus enmiendas, así como de marco para el correspondiente debate parlamentario.

Entendemos que este momento de cambio esperanzado resulta propicio para la negociación constructiva, y en ella pondremos todos nuestros esfuerzos y buena voluntad.

Para concluir esta área instrumental —pero decisiva— de la organización del Estado, mencionaré solamente que la red de participación con que queremos reforzar las capacidades creadoras de los españoles impone también la reforma y perfeccionamiento de la Administración provincial y local, que permita un más amplio desarrollo de su autonomía. Con este fin, nuestro programa incluye un proyecto de Ley que modifique la vigente en materia de elecciones locales y permita la renovación de las actuales Corporaciones en términos de la más adecuada representación democrática.

Con los mismos objetivos se remitirá en el presente período de sesiones un proyecto de Ley de Régimen Local y otro de Financiación de las Entidades Locales, cuyas posibilidades de acción se facilitarán más aún gracias a un Plan de Colaboración establecido de acuerdo con la Federación Española de Municipios y Provincias, sin perjuicio de otras medidas como las transferencias de servicios, la asistencia técnica y la reforma del Instituto de Estudios de Administración Local.

El resultado será completar un sistema descentralizado de Administraciones Públicas, porque de ese modo potenciaremos la democracia y la solidaridad justamente en las estructuras de base donde el contacto entre los hombres es más directo, donde se viven los problemas concretos y donde los ciudadanos pueden sentir más cálidamente el orgullo de la solidaridad y los frutos de la participación.

Debo referirme ahora a la política exterior, que ha de estar estrechamente ligada a la evolución interior, dentro de una orientación política general. No debe haber, en esos planos esenciales, lugar para la improvisación, las contradicciones o la inconsecuencia.

Dentro de esta opción básica, la actuación exterior debe ser ajena a concepciones partidistas y seguir rigurosamente las directrices de una política de Estado, atenta a los intereses permanentes de la Nación, tal como resulten de un consenso nacional si ello es posible, o, al menos, de las aspiraciones expresadas por la gran mayoría de nuestro pueblo.

El Gobierno emprenderá sin dilaciones la definición y puesta en práctica de una política exterior que refuerce el papel de España en el concierto internacional, afirme nuestra presencia en pie de igualdad allí donde los intereses nacionales estén en juego y permitan a nuestro país contribuir activamente a las grandes causas de la paz y de la distensión en el mundo. Para ello tenemos que partir de una idea exacta de nuestra real capacidad de acción en el mundo internacional: sin jactancias ni complejos. Somos conscientes de nuestro nivel real de poder e influencia en el concierto de las naciones; conocemos también nuestros recursos y nuestras potencialidades.

Los problemas que inevitablemente reclamarán nuestra atención serán los de nuestro entorno inmediato. Creemos que es esencial fortalecer y profundizar nuestras relaciones con los países vecinos: Portugal, Francia y los países del Magreb. Las dificultades transitorias no deben hacer olvidar nunca la necesidad del mutuo entendimiento y de la cooperación beneficiosa para todos. De esa manera contribuimos también al equilibrio de la región mediterránea, cuya importancia en el tablero mundial se acrecienta día tras día.

Nuestra política de vecindad encuentra una dirección privilegiada que citaré a modo de excepción en lo que se refiere a Portugal. Sobre la base del más escrupuloso respeto a las posiciones e intereses de cada parte, una política española que no colocase como una de sus principales prioridades la amistad y cooperación con Portugal carecería de visión y de realismo.

No hace falta repetir nuestra vocación europeísta, nuestra voluntad de contribuir  a una Europa de los hombres y de los pueblos. En esa línea trabajaremos con tesón para allanar los obstáculos que aún se oponen a nuestra plena integración en las Comunidades Europeas y creemos que no será pretencioso conseguir la adhesión dentro del horizonte dado por la presente Legislatura.

España se encuentra inserta en el conjunto del mundo occidental, cuyos valores humanos fundamentales compartimos y defendemos. Ahora bien, reclamamos nuestro derecho y nuestro deber de determinar libremente, en uso de nuestra soberanía, las modalidades de la participación que España tendría en la política y en la defensa de ese conjunto.

Por eso examinaremos con toda atención los términos de nuestra relación defensiva y de cooperación con los Estados Unidos de América y reestudiaremos con el rigor necesario para la defensa de nuestros intereses y de nuestra dignidad la decisión, adoptada por el anterior Gobierno español, en relación con el Tratado del Atlántico Norte, manteniendo nuestros compromisos con el pueblo español.

Todo ello desde el diálogo nacional e internacional que exigen estas importantes decisiones. En todo caso, para nosotros, tanto por herencia histórica como por las realidades de hoy, existe un compromiso de presencia y de actuación decidida en el Continente Iberoamericano. Con este conjunto de naciones hermanas reforzaremos nuestros lazos de cooperación en todos los campos, con la convicción de que una parte muy importante de nuestro futuro pasa por esta operación histórica de aproximación.

Del mismo modo dedicaremos una atención especial a la política del Mediterráneo, con el mundo árabe y con África, por su enorme potencial desde el punto de vista político y desde el punto de vista humano.

Para ello será necesario articular los mecanismos de cooperación, especialmente en los campos cultural y técnico, a fin de desarrollar una política a la vez realista y eficaz.

Por supuesto que en esas y en todas las áreas mundiales será constante preocupación del Gobierno la potenciación de los intereses de los españoles radicados en el extranjero. No podemos olvidar a esos millones de compatriotas tan lejanos que trabajan y luchan cada día —a veces en un medio difícil y hostil—, ganándose la vida, pero también proyectando en otras tierras la presencia de España.

Según establece la Constitución, el Gobierno irá creando las condiciones que permitan su retorno; y, entre tanto, redoblará sus esfuerzos para protegerlos mediante adecuada gestión diplomática, muy especialmente cuando se produzcan violaciones graves y flagrantes de los derechos humanos más elementales, como son los casos de desapariciones, detenciones arbitrarias o expulsiones injustificadas.

El Gobierno reafirmará con todo vigor la reivindicación de Gibraltar, cuya actual situación colonial atenta a la integridad del territorio nacional y menoscaba la posición internacional y estratégica de España. Consecuentemente, el Gobierno mantiene el propósito de reintegrar Gibraltar al territorio nacional, mediante negociaciones con el Reino Unido que conduzcan a ese objetivo, de acuerdo con las resoluciones de las Naciones Unidas. AI desarrollar este eje prioritario de su política, el Gobierno obrará de manera que no se penalice a la población de Gibraltar ni a la del Campo de Gibraltar y que el resultado final de la negociación respete los intereses legítimos de la población.

Especificados de esta forma los escenarios y problemas principales de nuestra política exterior inmediata debo recordar aún nuestro deber de participar en las grandes cuestiones de interés para todos los pueblos; como son la paz y el desarme, los derechos del hombre y la libertad de los pueblos, o la construcción de un nuevo orden económico más justo para los países en desarrollo.

España no puede estar ausente de esa inmensa tarea colectiva, de la que depende literalmente la supervivencia y el progreso de la humanidad, si no como protagonista, al menos como copartícipe en tan noble empeño. Pues también en el plano internacional debe inspirarnos la solidaridad entre los hombres y entre los pueblos: o nos salvamos juntos, o perecemos juntos. Y España debe incorporarse cuanto antes al grupo de naciones que marchan en vanguardia hacia esa meta común.

Quiero terminar el análisis de estas grandes áreas con una referencia expresa a la defensa nacional, pieza fundamental para la realización de una política exterior respetada y respetable.

La Constitución atribuye a las Fuerzas Armadas la defensa de nuestra integridad territorial y del orden constitucional, a las órdenes del poder político legítimamente constituido.

El Gobierno aplicará el Programa Electoral ofrecido al pueblo español, tanto en sus aspectos sociales y económicos como en la adaptación progresiva de nuestro despliegue operativo a las necesidades y misiones atribuidas por la Constitución a las Fuerzas Armadas.

Públicamente proclamo nuestra confianza y solidaridad con las Fuerzas Armadas, cuya honrosa misión no ha sido empañada por actuaciones de grupos minoritarios.

Empezamos una nueva etapa en la vida política española. Con Su Majestad el Rey, cuyo papel en favor de la paz y la libertad reconocemos todos los españoles, quiero manifestar mi fe en el futuro de España.

También mi profunda convicción en la necesaria articulación de todas las instituciones del Estado, que nos permita desarrollarnos hacia el futuro como una nación cada vez más libre e independiente.

Realizaremos desde la acción de Gobierno el esfuerzo necesario para incrementar constantemente la profesionalización y la eficacia de esas instituciones básicas para el Estado.

Concluyo así mi presentación sumaria de todo el panorama abarcado por nuestro proyecto de Gobierno y debo recordar de nuevo que en modo alguno mis palabras han pretendido recoger las precisiones de un programa tan detallado como el que elaboramos para las elecciones.

Así y todo, quizás pudiera pensarse que incluso el anterior resumen resultaba innecesario por dos razones.

La primera sería la publicidad electoral de nuestro propio Programa; frente a esa consideración, mi concepto del debido respeto a la Cámara exigía la recapitulación de lo más esencial, al menos, de nuestro proyecto.

La segunda razón merece ser algo más explayada. En efecto, mientras preparaba mis palabras he creído a veces percibir, como quizás también mis oyentes ahora, que algunos de los objetivos e incluso de los instrumentos propuestos podrían haber sido igualmente emitidos desde otras posiciones políticas. Este hecho podría ser satisfactorio, pues nos colocaría en coincidencia en torno a objetivos como la mejora del bienestar y la eficacia de la Administración. Pero esa coincidencia no impide que nuestra propuesta sea al mismo tiempo distinta, en su misma raíz, como lo han percibido los diez millones de ciuda danos que la han respaldado con su confianza. Y es que la singularidad del proyecto no se encuentra tanto en la expresión verbal de los detalles cuanto en las maneras de ejecutar los programas y en el énfasis particular que se atribuye a ciertos objetivos en comparación a otros.

Esto es lo que ha percibido nuestro pueblo: que a veces, tras palabras que suenan como semejantes, existen políticas distintas, personas con formación e ideología diferente; que eran otras sus experiencias vitales a lo largo de una vida política que conoció las asperezas de la represión y que reforzó durante ella la vocación de servicio al pueblo, levantando las banderas de la libertad, la justicia y el progreso humano.

En otras palabras, los españoles han votado por el cambio en la forma que han creído más eficaz posible, confiándolo a quienes están desde hace tiempo comprometidos con un afán de renovación.

Por todo ello, porque nos respalda una voluntad mayoritaria y porque confiamos en el espíritu de servicio a la sociedad que, aun en la discrepancia, anima a las fuerzas políticas representativas de otros sectores, nos sentimos alentados por la más viva esperanza y nos disponemos a progresar hacia un horizonte claro mediante un programa realista. Subrayo estas últimas palabras porque se nos ha imputado exageración en los compromisos. Quienes así lo hacen, sólo confían en los recursos materiales.

Nosotros, además de valorarlos debidamente, ponemos nuestra esperanza en los ciudadanos, en los hombres y mujeres que acaban de votar por el cambio. Esta esperanza tiene fundamento: la geografía nos muestra a muchos países construidos sobre pobres recursos naturales que han sabido desarrollarse con el esfuerzo de los hombres; cómo la historia propia nos deslumbra con las ciudades fundadas en América por un puñado de españoles. Y esa esperanza se refuerza para el futuro al comprobar cómo nos alientan muy especialmente los jóvenes, en quienes están arraigando con fuerza los valores de la solidaridad, el compromiso libremente asumido, que tanto importan para nuestro proyecto común.

Esos hombres, mujeres y jóvenes son nuestro apoyo, pero también nuestros jueces. Y sobre todo han de ser en esta Cámara nuestra permanente ocupación. A ellos quiero dedicar mis palabras finales. Imagino que ahí, en el centro del hemiciclo, unos cuantos ciudadanos han penetrado hoy desde la calle. Me esfuerzo por verlos, por mirarlos.

¿Quiénes son? Pueden ser un ama de casa camino del mercado, un empleado de banca, un botones de hotel o un universitario. Les veo y me pregunto: ¿Qué piensan de nosotros? ¿Siguen nuestros debates? ¿Les ilusionamos o les desencantamos? ¿Hacemos lo mejor para su futuro, que es el de nuestros hijos?

Para comprender mi deber con nuestro pueblo, yo me inspiro mejor en esa sencilla visión que en las frases sonoras y convencionales. La paz, la unidad y el progreso son ellos y para ellos. Esas palabras tienen carne y hueso, ropas y gestos. Confiemos en su esperanzada y libre participación, indispensable para el éxito, y tengámosles presentes durante nuestros debates, como yo pensaré a diario mientras, fiel al horizonte y atento al camino, presido mi Gobierno, si merezco el honor de que ahora se me otorgue la responsabilidad de la investidura.