Bayona
dotó a España de un Estado ilegítimo flanqueado por un ejército de ocupación coercitivo
que monopolizaba el poder y un movimiento de resistencia popular con el que
surgió un nuevo sujeto político: una nación
en armas que irrumpió en revolución hacia una patria libre e independiente.
Los 35.000 hombres de Murat,
con poder pero sin autoridad consentida, no conseguirían que, cuatro años
después, cuando Fernando VII no era un poder sino un recuerdo, esa nación pretendiera,
como sujeto de soberanía y mediante una Constitución, dotarse de un Estado [liberal]
legítimo. España tenía una Constitución, nacida de un sentimiento unánime de
identidad nacional sin precedentes, pero carecía de un Estado con poder
suficiente para implantarla. Así, es la ilegitimidad del Estado la que propicia
el surgimiento de una nación: el conjunto de los órganos de gobierno de
España como país soberano [Estado] no es reconocido como tal por sus
habitantes, regidos por un mismo gobierno [Nación]. Si el
Estado habla de instituciones, la Nación habla de personas vinculadas y unidas
que pueden (o no) compartir idioma, tradiciones, raza, cultura o religión.
Tales personas serán gobernadas por un Estado, soberano sobre su territorio, con autoridad y potestad normativa y reguladora sobre dicha sociedad. Por tanto, no todas las
realidades son Estados-Nación (como ejemplo paradigmático de la «Nación
Política») en los que, aunándose ambos conceptos, instituciones y personas
recorren una senda compartida en la que el Estado deviene en el hogar [cambiante]
de la nación. Si el Estado representa la institucionalización de la nación,
ésta legitimará (o no) a aquél. Así pues, el pueblo (con similitudes hacia
dentro y disimilitudes hacia fuera en el ámbito étnico-cultural) aparece como
condición necesaria del Estado y entronca con éste a través del concepto de
nación, como proyección específicamente política de la idea de pueblo.
En
su conferencia dictada en la Sorbona, Renan se cuestionaba hace 130 años: ¿cómo
es que Suiza, que tiene tres lenguas, dos religiones, tres o cuatro razas, es
una nación, mientras que una Toscana homogénea no lo es? ¿Por qué Austria es un
Estado y no una nación? Quizás su condición de francés-invasor en la guerra de Independencia, diferente a su
condición de francés-invadido en el
conflicto franco-prusiano por el statu
quo territorial de Alsacia y Lorena, explica que no se cuestionase la
monarquía de José I en la España de setenta años antes. En todo caso, ¿de dónde
surge la nación?
El
nacionalismo conservador (orgánico) plantea una nación como entidad viva con
rasgos externos heredados históricamente (lengua, cultura, territorio o
tradiciones comunes) e independiente del deseo de los individuos que la forman:
no es posible sustraerse voluntariamente a esta carga genética. Por su parte, el
nacionalismo liberal (voluntarista) plantea una nación derivada de la voluntad
de los individuos que la componen y del compromiso que éstos adquieren de
convivir y ser regidos por unas instituciones comunes. Es la persona quien, de
forma subjetiva e individual, decide formar parte de una determinada unidad
política. En consecuencia, toda colectividad humana es susceptible de
convertirse en nación por deseo propio, separándose de un estado existente o
constituyendo una nueva realidad. Esta lógica de organización política
sostendría que, en tiempos de Pi y Margall, Sevilla se declarase república
independiente de Madrid y que, posteriormente, Utrera hiciera lo propio con
Sevilla. ¿Cuál es el límite, si lo hay? Según Ikea, la RIC: República Independiente
de tu Casa. Posiblemente, esta nuestra ardiente necesidad patria de trasladar a
lo político todo lo cultural, sea la base de nuestro inframunicipalismo, en el
que, aproximadamente, el 60 por ciento de nuestros 8.114 municipios representan
a poco más del 3 por ciento de toda la población española. En este mismo sentido
aunque en otro orden administrativo, si la España de 1808 era una nación sin
Estado, la configurada a partir de 1978 es un Estado [¿sostenible?] con
diecisiete nacionalidades y dos Ciudades Autónomas. Sostendría también, el
voluntarismo liberal, que, fruto del consentido andamiaje institucional autonómico
de diecisiete pseudo-Estados, se esté
pasando del Estado [Autonómico] de
Bienestar al Malestar de una Nación
de Nacionalidades [«Naciones Culturales»] en la que, siendo Cáritas la
única organización que incrementa su cuota de mercado, en 2011, una de cada
cinco de sus familias sobrevivía por debajo del umbral de la pobreza: del café para todos al pan para unos cuantos y al techo
para unos pocos. Eso sí, fruto de estas verdades
madre canovistas, queda el consuelo
de ser desnonat vehicularmente en tu
nacionalidad histórica y por una administración pública instrumental
hipertrofiada que, huyendo de su propio Derecho Administrativo, elude la
contabilización del déficit público para poder sostener la inversión pública
bajo el desgobierno de lo público de una casta política, parcialmente
cleptocrática que, de darse las circunstancias necesarias, tendría un horizonte
penal nítido. Mientras tanto, la «Nación Cultural» de poco más de 322.000 riojanos
y 5.000 kilómetros cuadrados (el 0,69 por ciento de los españoles y el 1,0 por
ciento de nuestro territorio) acredita una deuda pública del 11,6 por ciento de
su PIB (933 millones de euros), según datos del Banco de España del tercer
trimestre de 2011. Como diría, ya como Presidente del Parlamento, el del «Viva
Honduras» cuando estaba de visita oficial en El Salvador en 2003 como Ministro
de Defensa: «Manda huevos».
Defendiendo
el Principio Espiritual, al menos
aparentemente conforme a la advertencia prologar del profesor Blas Guerrero, Renan
se posiciona alineado con este nacionalismo voluntarista, después de situar el origen
de la nación moderna en las invasiones germánicas (entre los siglos V y X) con las
que impusieron en Occidente el «molde de la nación» a través de dinastías y
aristocracias militares. Así, el Tratado de Verdún certifica la existencia
nacional de Francia o España fusionando sus poblaciones y olvidando lo violento:
una nación lo es porque sus individuos comparten y olvidan muchas cosas a lo
largo de su historia. La nación así creada, será legítima en virtud de los
principios dinástico, nacional y/o espiritual. Desde una lógica deductiva
articulada ad hoc con motivo de la contienda
franco-prusiana, Renan refuta la validez absoluta de los dos primeros, abogando
en favor del tercero.
Siendo
cierto que una nación es una dinastía (de origen feudal) que actúa como núcleo
de centralización de antiguas conquistas (aceptada y olvidada después por el
pueblo) y que el territorio nacional será el agrupado [arbitrariamente] a
través de guerras, matrimonios o tratados, no se trata de una certeza insoslayable.
Siendo cierta la unión de Inglaterra, Irlanda y Escocia, la arbitrariedad de
los límites de la Francia de 1789 y la demora de las casas reinantes en Italia
para erigirse como centros de unidad nacional, no lo es menos que una nación
puede existir sin dinastías. Suiza y Estados Unidos, como conglomerados de
adiciones sucesivas, sin base dinástica, sirven para invalidar el Principio Dinástico. En segundo lugar, Renan
cuestiona, uno por uno, los criterios que fundamentan el Principio de las Nacionalidades, criterios que, siendo necesarios,
no resultan suficientes por si solos para crear una nación.
El papel
unificador desempeñado por el cristianismo durante el multirracial Imperio
romano y el hecho que «no hay en Francia diez familias que puedan aportar la
prueba de un origen franco», son utilizados para refutar el derecho primordial
de la raza como factor de integración
nacional y advertir de los peligros de la aplicación política de la legitimidad
etnográfica. Un peligro vigente, dos décadas después, en una España ya sin Cuba,
a tenor de lo escrito por Sabino Arana, artífice en el País Vasco de la ruptura
con la tradición fuerista de la doble pertenencia. Como pacto de la nación
vasca con la española, rechazó el fuerismo al oponerse al único camino de
salvación de la patria vasca esclavizada por su invasor extranjero y provocar
la degeneración del ser racial vasco. En su mito de la salvación, maketos y maketófilos infectan la raza vasca: el roce de españoles con vascos
generó en éstos un proceso de exósmosis de su espíritu biskaino y de endósmosis
de aquéllos. El único camino para la salvación de la patria es la independencia
de Euskeria: el roce nefasto se evitará cuando el español sea extranjero y no conciudadano,
pudiéndose restaurar así el ser primigenio de la nación Euskeria. Este discurso
xenófogo y zoológico era ajeno a las delimitaciones de los reinos bárbaros,
desprovistas de todo criterio etnográfico: el Tratado de Verdún trazó sus
divisorias sin atender a la raza de las poblaciones de uno y otro lado. La
etnografía no es considerando legítimo de la nación moderna, por cuanto más
allá de los parentescos de sangre está la razón, la justicia y la igualdad. «El
francés no es ni galo, ni franco, ni burgundio. Es lo que ha salido de la gran
caldera donde […] han fermentado conjuntamente los elementos más diversos». Por
otro lado, la lengua invita a la
unión, no fuerza a ella: «la América española y España hablan la misma lengua sin
formar una única nación. En Suiza, con tres o cuatro lenguas, prevalece la
voluntad de permanecer unida». La actual población india, con dieciocho lenguas
oficiales que aglutinan a diversos grupos etnolingüísticos, concibe la India
como un único Estado que comparte una identidad nacional. A diferencia de la Cataluña
de 2011 que ingresó 176.100 euros por sanciones impuestas a 226 empresas por no
rotular en una lengua cooficial, la Francia conocida por Renan «no buscó nunca
la unidad coercitiva de la lengua». Tan errónea es la dependencia etnográfica
de la política, como la filológica que tiene la lengua como expresión racial. «Encerrada
en una cultura determinada, tenida por nacional, se enclaustra».
Como la chapela
con el Jaun-Goikua de los hermanos
Arana, la boina cuatribarrada oprime «el
aire libre del vasto campo de la humanidad, encerrándose en los conventículos
de los compatriotas». Tampoco la religión
ofrece por sí sola una base suficiente para establecer una nación moderna. En
Atenas, la religión era de Estado: no se era ateniense si se rehusaba
practicarla. Pero la verdad ateniense, desapareció en el Imperio romano. En la
España surgida a partir de 1939, la católica era la religión del Estado,
institucionalizada en el Fuero de los
Españoles: no se era español [rojo demonizado] si se rehusaba practicarla.
Pero la verdad de los años cuarenta y cincuenta que legitimó teocráticamente al
dictador, dejó de serlo después del Concilio Vaticano II y, especialmente,
durante el tardofranquismo cuando el otrora insigne Caudillo de la Santa Cruzada fue amenazado de excomunión con motivo
del caso Añoveros. «En nuestros días, ya no hay creencias uniformes: cada uno
cree y practica lo que puede y lo que quiere. Ya no hay religión de Estado […]
La religión se ha convertido en algo individual». Holanda muestra cómo, mediante
una política de consenso, tolerante y tendente a la acomodación, puede
construirse una identidad nacional en una sociedad religiosamente heterogénea. La
población holandesa del siglo XX quedó conformada por católicos, protestantes,
liberales y socialistas. La política del
acuerdo en una democracia consociativa ha satisfecho sus demandas
concurrentes y la ausencia de homogeneidad social no ha menoscabado la
identidad nacional del Estado. Siendo un lazo poderoso, la comunidad de intereses tampoco es suficiente porque, permitiendo los
tratados comerciales, «no contempla la dimensión sentimental de la nación, alma
y cuerpo a la vez». Siendo importante, el Pacto Fiscal (como defensa de una
libertad amenazada por el Leviatán
estatal en busca de una igualdad solidaria) se sitúa en un plano diferente,
aunque complementario, al marco simbólico estatutario configurado por la Senyera, Els Segadors o la Diada
Nacional. Los cachorros de Deusto que
lideraron el proceso de industrialización en el País Vasco durante los años
sesenta acogieron con los brazos abiertos a parte de los 4,5 millones de emigrantes
españoles que, con su mano de obra ajena a la ikurriña, contribuyeron
decisivamente a consolidar el vertiginoso proceso de expansión económica que se
estaba produciendo. Entonces, ser maketo
no fue inconveniente, como tampoco lo fue ser charnego, cuando se trató de fer
país. Tampoco la geografía, las
fronteras naturales [arbitrarias], es determinante en la división de las
naciones. ¿Cuáles son las montañas que separan naciones y cuáles no? ¿Por qué
el Rin es frontera natural y el Sena no lo es? Nuestra Constitución republicana
[non nata] de 1873 proyectó una división territorial en la que
la nación española aparecía compuesta por estados, entre ellos, Cuba y Puerto
Rico. La tierra no hace una nación: «aporta
el sustrato, pero el espíritu es del hombre». Una nación es un principio espiritual no configurado por el
suelo: «es un alma conformada por pasado y presente: un legado común de
recuerdos y el consentimiento actual de querer continuar compartiendo la
herencia recibida […] Haber hecho juntos grandes cosas y querer hacerlas
todavía constituye la condición esencial para ser un pueblo». El capital social
sobre el que se asienta la nación hereda un pasado de sacrificios: «Somos lo
que vosotros fuisteis; seremos lo que vosotros sois». La nación es un
plebiscito diario: si alguien tiene derecho a ser consultado es el habitante.
Su voto es el único considerando legítimo. En la política, el hombre que no es
esclavo de raza, lengua, religión, ríos o montañas: crea una conciencia moral y
legítima llamada nación. Las naciones son buenas y necesarias porque «garantizan
la libertad que se perdería si no hubiese más que una un amo […] Sirven a la
obra común de la civilización: todas aportan su nota al concierto de la
humanidad». ¿Un conservador como Renan abogando por el derecho de autodeterminación?
Así lo creyó su coetáneo Cánovas (aunque equívocamente, como advierte el
profesor Blas Guerrero), que, desde la literalidad de sus palabras, se apresuró
a negar la nación como el resultado de un plebiscito diario, sin considerarlo un
argumentario ex profeso ante las
amputaciones territoriales de Alemania y que tampoco dejó de transpirar en sus dos
Cartas a Strauss.
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